Exhorto a las grandes palabras soeces que alguna vez dieron vida a los cuentos más desquiciantes de la historia a que hablen esta noche por mí. Eso sí, por respeto a los lectores, usarán máscaras de carnaval y acento extranjero.
Hoy detesto el vaivén de las cosas.
Otro post desencadenado por un ataque de odio repulsivo a la dinámica de la vida. Sí
Mi pregunta es: Dónde se busca después de que crees haber agotado todos los medios para producir respuestas?
Me explico, o eso intentaré:
¡Alabados sean quienes no necesitan ningún estímulo externo para promover cambios. Benditos!
Yo, sí.
Muchas, millones de cosas resurgen en mi interior y quieren salir, pero ninguna de ellas genera cambios productivos ni situaciones de avance seguro.
Entonces, conociendo este aspecto, siempre he ubicado mi generador de ideas sobre las bases de algún combustible.
La gama de opciones se agota. Siempre las mismas. Tan repetitivas que producen náuseas prolongadas y cansancio desastroso.
Mientras se acrecientan las náuseas, necesito más combustible para callar ese sonido espasmódico de mi estómago por una noche y media mañana. Y todo esto ocurre bajo la descarada conciencia de que, luego de las 3 de la tarde, volverán y ésta vez con más fuerza, hasta volverte nada. Y vuelves a renacer, con cada oportunidad más incompleta.
Qué perverso se vuelve tener conciencia de las cosas. Tener cierto control sobre las situaciones, sin quererlo. Volverse creador. Qué arma y qué filo. Un descaro total.
Querer. Insisto en el colosal alcance de ese verbo. E invito a quien opine lo contrario a descalabrarme por completo. Somos todos partícipes de la longitud de nuestros deseos, concientes o no. E insisto en la conciencia, porque es ahí justo donde se acuestan a dormir las perversiones y el orgullo nato del ser. La delgada línea del culto a uno mismo, justo ahí. Ese poder central, el núcleo del universo individual y la cuna de nuestras ideas vinculadas con lo que queremos, de nosotros, de los demás, de la tierra misma. Y sí, vuelvo al punto en el que explico menos de lo que divago. Rían. No es para menos.
Recuerdo a mi madre decir, siempre: La vida fluye en el sentido que le damos. Claro. Ese es el problema. El bendito descalabro de todo! Tanto deseo escondido y al descubierto, tanta apología en pro del avance propio, tanto mecanismo de defensa disfrazado de cuentacuentos. Tanto control de nuestras vidas nos va a llevar derechito al sumidero. Uso del libre albedrío una mierda! Acá lo que hace falta es control y mordaza.
Qué vengan las deidades a dar lecciones de cocina y promuevan el lavado de cerebros. Yo no me como el cuento del ser humano desprendido. No hoy.
Qué otra cosa hay que demostrar para que creamos de una vez que nos llevamos directo al borde del maldito abismo, una y otra vez. De mil formas, con millones de cambios cada vez, como aparentando reencarnaciones sucesivas y nuevas visiones del futuro. Mucha mierda, y no de la que se desea en el mundo del teatro. Mucha mierda. Nos gusta estar ahí, justo en la línea, haciéndole compañía. Hay quienes se colocan a un lado de ella y miran al horizonte cercano, pretendiendo aparentar total desconocimiento de que la línea, de hecho, está ahí, justo a tus pies y que se encuentran a dos pasos de un nuevo acabar y miles de nuevos comienzos. Nauseas. Otros deciden pararse sobre ella, descuidadamente y con cierto aire melancólico. Concientes del siguiente paso y aterrados por el hecho pero dispuestos a avanzar hacia el gran hoyo.
Yo, me desprendo de la estúpida idea de que, año tras año, hay un crucial momento de trascendencia en el que, cambiamos, crecemos, maduramos y comentamos nuestras anécdotas tomándonos un té junto al jardín. No. Es simple, y acá comienzo a hablar en primera persona, responsablemente: Me acaba lentamente el día a día, no hay cambios notables; me aturden los sonidos repetitivos de cada jornada; me engaño con la falsa idea de una adultez serena, básica, meditada y conforme. Me aferro descarada e impacientemente a mis amigos. Huyo del dolor psicológico. Me quejo constantemente de quienes se van, consciente de que quien se aleja soy yo, siempre. Predico la calma, la serenidad, la sonrisa descuidada y vuelvo a casa cada noche con todas las consecuencias de no seguir mis consejos. Temo a comprometerme, incluso con tonterías, como en un intento desenfrenado de no permanecer, de no defraudar. Mi ego carcome, muerde. Quiero. El verbo de mi estandarte. Se me va la vida escondida bajo la falda del deseo. Si 22 años producen tanta inseguridad, 10 más pueden acabar con un volcán de pureza. Soy la única culpable y en un oscuro rincón a escondidas, me jacto de serlo. El miedo eterno a ser malentendida y juzgada por ello. La cosa nostra de los frágiles. La conciencia, una vez más, aparece, seduce, embriaga y duerme. Y duermo de nuevo, a través de esos miedos, descaradamente orgullosa de que me pertenezcan y feliz de sentir, tanto y tan poco a la vez. De querer, como quiero. De hundirme un rato entre las sábanas y volver ilesa, demandante de una nueva forma de quitarle el polvo a los días y volverlos amargos, dulces y embriagantes. De sentirme. De sentir a los demás, en millones de formas. Las posibles y las que seguiré buscando hasta que así lo sean. Los mecanismos de defensa que serán mi único enemigo a vencer en un ademán de querer ver el interior de todo. Mi mundo. Las siluetas amigas que permanecen allí. Tú. Él. Ella. Mi familia y sus mañas, sus convicciones dispersas y fugaces; las marcas en mi rostro, el descuido del que siempre seré cómplice. Amar, más que querer, cuando lo amerite el goce de las cosas. El mar, que jamás dejará de volarme los sesos de puro salitre y felicidad. Los vicios, las personas. Aferrarme, sufrir y jurar aunque me cueste un año más, aunque vuelva al punto inicial de querer huir a toda costa. La vida, tal como me la he aprendido. Culpable y serena. Llena de todo y demandante de más, de la mano a los complejos. La convicción de no tener convicciones a largo plazo. Los cambios, que nunca son tal. La lumbre negruzca de cada temporada fuera de casa y el desastroso retorno. Los viajes que no me atrevo a emprender y el deseo de hacerlos. Este, todo mi equipaje. Me regalo hoy, que no es mi cumpleaños, una ramita de honestidad. Me siento cómoda, muy cómoda, justo al borde del abismo.
La muy amarilla y frágil guacamaya.