sábado, 18 de septiembre de 2010

Rosa plástica y conquista.

Tomo la cucharilla plástica y rosa entre mis dedos, cargados al máximo de la inercia natural que cada martes trae desde que decidí hacer algo con ellos.

La enfrento animosamente a la mezcla de helado cítrico y borracho que es su destino, y empieza la discusión entre el consumo y la preservación a costa de la temperatura.

El helado se resiste a ambas cosas. "O derretirse o ser consumido" son sus posibilidades y aún así persevera en la búsqueda de algo más. Un clima amigable, una poca de simpatía por parte del destino. No ocurre y no puedo asegurar si él lo lamenta más que yo.

Parchita soluble entre saliva sucia. Todo un día de labores y diálogos falsos haciendo el ejercicio de distinguir la suavidad de la fruta entre la grasa y el mantecado agregado para su mayor disfrute. El frío que quema placenteramente el cielo de la boca, generando el ejercicio mental natural de resistir el dolor para alcanzar la gloria. La concepción de los orgasmos verás, es algo bien ensayado desde la niñez.

De preferencia elijo por el día el gusto del ron con las pasas para combinar con la fruta pasional, sabor que aparentemente no es muy popular entre las personas a las que soy afecta. Muerdo las pasitas frías que encubren el secreto del ron y no puedo guardarme el gesto de gusto que cierra mis ojos involuntariamente cuando la minúscula explosión ocurre. No se deben tratar estos placeres y enseñanzas ligeramente. Una pasa sabor a ron guarda en ella paciencia disponible al público. La cuestión es saber que ése es uno de los métodos de distribución, ahí, tan alcanzable, tan a la mano del consumidor.

Luego de degustar el primer bocado caigo en cuenta de la noche que me rodea y siento cierta inquietud de mi estadía hasta tan tarde en la plaza esa de siempre. Con mi lengua jugando a seducir el paladar que la encarcela, trato de medir mi resistencia al frío. Me pregunto si hacer el ejercicio de degustar todo el helado en su cualidad cremosa y glacial me ayuda de algún modo a hacer otras cosas de un mejor modo. O más cuidadosamente. No hay que ser tan explícito la verdad, pero vale la pena acotar la curiosidad.

Ha pasado tanto tiempo ya entre un bocado y el otro que la cucharilla empieza a derretirse. El plástico caliente y rosado me cubre la mano invasivo, pegostoso. No quema pero el calor es intenso. Mi vista sólo se deja abrumar en el proceso, fastidiando de nuevo mi precaria atención. Poco a poco el caucho me recubre completamente y empieza a meterse por los poros de mi cuero cabelludo con algo de violencia. Aunque quiero expulsarlo hay un problema: ya corre en mi sistema el helado, y el plástico de la cucharilla empieza a buscar en mi los rastros del consumo culposo.

Aparentemente, los heladitos de tinita no pueden vivir sin la cucharita de plástico con la que vienen en combo. De haberlo sabido antes, hubiera tomado la siguiente porción de helado con más prontitud para evitar la exasperación de la cucharilla macabra, que para mi mejor estar tenía que haber sido celeste en lugar de rosa.

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