Mirábanse con tanta intensidad y atención que daban la idea de buscar como resultado la disolución de acuerdos bilaterales entre naciones socialistas, o la posible toma de una villa de inocentes campesinos por la fuerza. La voz de un narrador omnisciente era capaz de detallar sus más minúsculos movimientos faciales y sin saberlo siquiera, eran títeres dirigidos por la actitud de cada palabra zurcida a lo largo de cada oración que les delineaba las comisuras de los labios.
Cabe destacar que al menos eran gramaticalmente estables. Una pareja común de cualidades nobles que comenzaba su romance desde el punto medio de un puente que a su vez, hacía un ameno camino pedregoso sobre un río que parecía estar más compuesto de acuarela que de agua y minerales medianamente salobres.
El viento, una maravilla. Tímidamente se iban reconociendo entre los silencios de su diálogo predecible. Con la ocasión de un almuerzo en fresca compañía de bambúes e insectos cantores, decidieron dejar su romántica posición en la cima del puente e ir por un paseo alrededor del parque más idílicamente ilustrable. Con el ejercicio crecía el apetito de información y comestibles. La cesta oculta misteriosamente en un árbol frondoso y apartado, era parte de la mejor parte del plan del gentil caballero. Una recursión boba que sólo agrega algo de misterio a la trama frondosa que les atañía.
Nuevos datos y risas espontáneas seguidas de rubores. Poco a poco se acercaban al sitio donde un fresco vino joven los esperaba, buscando ser el protagonista de una tarde acontecida de caricias y posibles besos sorpresa. El vino, aguardando ser bebido, generador de todo el drama posterior a aquél día primaveral y lamentado meses después. El arma secreta del escritor que mientras hablaba de su consumo, se mordía y relamía los labios, esbozando una astuta sonrisa al saber que las consecuencias de este acto desatarían finalmente la trama genial de su novela, el mayor logro de su carrera de escritor no estudiado, el próximo nobel lo más seguro.
El mundo que nunca supo absorber el rayo de virtud que lo lavaba cuando él decidía prestarle atención y dedicarle un saludo cortés, sería finalmente apabullado por la bofetada magistral de su creación intelectualmente lujosa. Y cómo no, con oraciones tan largas y complicadas de hilar. Es sabido que el ser enfático en el proceso de exponer las virtudes de creación literaria, asegura (al menos a escritores y cineastas) el éxito rotundo en lo que a popularidad se refiere. Una vez sabido, por lo tanto, es aplicado.
Y qué dicha si más cosas sabidas funcionaran del mismo modo, así requiriesen de una anormal arrogancia en su proceso de exposición, para finalmente llegar al punto de la aplicación sedosa como de pomada para golpes. Qué sentimiento tan completo el de vivir a través del bienestar que genera la seguridad personal, las ideas claras, el suelo que no se mueve. No importa tanto la falta de una sazón exótica si siempre se tiene a la mano algo de sal que aumente la sensación de vida en las papilas gustativas del usuario, sin importar si dichas papilas están en los ojos o en los dedos o en las exigencias de una conciencia altruista o en los oídos educados a lo Tchaikovsky.
Atrapado en tales pensamientos, el caballero de traje veraniego untaba lentamente la mantequilla sobre la primera rebanada de pan fresco, mientras miraba de reojo y con algo de culpa el ceviche preparado por su mujer. Compartirlo con quien pretendía sin saberlo ocupar el espacio amoroso de lo prohibido, cerraba con el primer sorbo de tinto dos cosas de un solo tiro: la traición y el título del libro. Algo casi tan mágico como una constelación aguardando ser descifrada una noche cualquiera.