miércoles, 22 de septiembre de 2010

Reclamo de una mitad.

- Ya estuvo - tuvo que decirse.

Se paró del asiento, mullido de tanto sostener en sus cojines viejos su humanidad revuelta. El fijo rencor que sentía, buscaba hacerle salir de sus cabales y gritarle de vuelta novelescas barbaridades. Caminó hasta la puerta de la casa y antes de abrirla se sonrió. Era tan claro en ese momento que el hecho de sus vidas estaba colapsando una vez más, que no hizo falta un anuncio, ni una búsqueda de justicia alguna a la consecuencia del abandono. Era evidente.

El ruido desordenado continuaba adornando el fondo auditivo de la escena que los dos componían. Tras dar el paso que rebasó la frontera de la puerta, la sinfonía entró en su crescendo. Bono extra, un vaso quebrado contra el marco. En cámara lenta los trozos de vidrio decoraron la entrada con gracia. No le costaba entender. Podría arreglar todo con una sola oración, con un gesto. Con la disposición grave del arrepentido que tardíamente nota su insolencia y lo vil de sus fechorías.

No él. Él estaba contento y muy a gusto de sentirse traidor. Siempre insatisfecho con lo que poseía, sintiéndose constantemente desposeído de algo más, optaba por usar a los objetos de su afecto. Y lo seguiría haciendo. Entonces, debía marcharse en ese momento. Debía dejar esas llaves ahí mismo y contar sus pasos hasta la calle donde tomaba el bus. Debía despojarse de los rastros de su olor. Porque estaba enamorado y eso constituía una compleja y bien formada montaña de mierda.

Al ocurrir esto, el juego se anulaba bajo la fatalidad del cariño. Lo único que lo hacía alejarse era la comprensión de lo vulnerable que estaba la otra persona, el pacto prohibido que al ser roto rompía el contrato. Jamás la vería de nuevo, no la buscaría. El recuerdo se encargaría de revivir en él cualquier añoranza necesaria para sosegar la desesperación de su ego mal acostumbrado.

Antes de soltarse del último ruego y dejar como única evidencia las hilachas de su camisa entre los dedos desarmados, sacó del bolsillo el disco que confesaba con calma y sin mayor problema su desenfreno por ella; cinco misiles sin letra y una pizca de silencios. Lo contempló en su mano por un momento y decidió que lo mejor era romperlo por la mitad, porque un disco nunca es sólo del que lo da o lo recibe y su representación física sí tiene un peso significativo. Dejó una en la alfombra. Metió en el mismo bolsillo la otra. Finalmente era buen momento para partir porque era un idiota, porque le gustaba lo teatral y los recursos literarios convencionales. Además odiaba con ardor al conserje que ya venía a ver qué pasaba.


sábado, 18 de septiembre de 2010

Rosa plástica y conquista.

Tomo la cucharilla plástica y rosa entre mis dedos, cargados al máximo de la inercia natural que cada martes trae desde que decidí hacer algo con ellos.

La enfrento animosamente a la mezcla de helado cítrico y borracho que es su destino, y empieza la discusión entre el consumo y la preservación a costa de la temperatura.

El helado se resiste a ambas cosas. "O derretirse o ser consumido" son sus posibilidades y aún así persevera en la búsqueda de algo más. Un clima amigable, una poca de simpatía por parte del destino. No ocurre y no puedo asegurar si él lo lamenta más que yo.

Parchita soluble entre saliva sucia. Todo un día de labores y diálogos falsos haciendo el ejercicio de distinguir la suavidad de la fruta entre la grasa y el mantecado agregado para su mayor disfrute. El frío que quema placenteramente el cielo de la boca, generando el ejercicio mental natural de resistir el dolor para alcanzar la gloria. La concepción de los orgasmos verás, es algo bien ensayado desde la niñez.

De preferencia elijo por el día el gusto del ron con las pasas para combinar con la fruta pasional, sabor que aparentemente no es muy popular entre las personas a las que soy afecta. Muerdo las pasitas frías que encubren el secreto del ron y no puedo guardarme el gesto de gusto que cierra mis ojos involuntariamente cuando la minúscula explosión ocurre. No se deben tratar estos placeres y enseñanzas ligeramente. Una pasa sabor a ron guarda en ella paciencia disponible al público. La cuestión es saber que ése es uno de los métodos de distribución, ahí, tan alcanzable, tan a la mano del consumidor.

Luego de degustar el primer bocado caigo en cuenta de la noche que me rodea y siento cierta inquietud de mi estadía hasta tan tarde en la plaza esa de siempre. Con mi lengua jugando a seducir el paladar que la encarcela, trato de medir mi resistencia al frío. Me pregunto si hacer el ejercicio de degustar todo el helado en su cualidad cremosa y glacial me ayuda de algún modo a hacer otras cosas de un mejor modo. O más cuidadosamente. No hay que ser tan explícito la verdad, pero vale la pena acotar la curiosidad.

Ha pasado tanto tiempo ya entre un bocado y el otro que la cucharilla empieza a derretirse. El plástico caliente y rosado me cubre la mano invasivo, pegostoso. No quema pero el calor es intenso. Mi vista sólo se deja abrumar en el proceso, fastidiando de nuevo mi precaria atención. Poco a poco el caucho me recubre completamente y empieza a meterse por los poros de mi cuero cabelludo con algo de violencia. Aunque quiero expulsarlo hay un problema: ya corre en mi sistema el helado, y el plástico de la cucharilla empieza a buscar en mi los rastros del consumo culposo.

Aparentemente, los heladitos de tinita no pueden vivir sin la cucharita de plástico con la que vienen en combo. De haberlo sabido antes, hubiera tomado la siguiente porción de helado con más prontitud para evitar la exasperación de la cucharilla macabra, que para mi mejor estar tenía que haber sido celeste en lugar de rosa.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Ipso Facto.

El tránsito nocturno obliga a agudizar la visión.

Hay despertares a cada momento: Hace menos de siete segundos, una doliente nota taciturna logró alcanzar mi silencio y lo ha sorprendido. Ese día llegará, querida. Y cuando llegue, permíteme ser testigo de tu felicidad. Es todo lo que puedo decirte ahora.

***

Mientras tanto, obviemos lo obvio y seamos más desesperados.

Coloquemos las manos alrededor del cuello del encanto. Decidamos qué hacer luego.

Si surge el desenfreno, ya habrás cruzado la barrera y serás parcialmente libre, hasta que des vuelta a la esquina.

A saberes, nos tornamos más grotescos cuando apagamos las luces. Vivimos al filo en la oscuridad. A lo interno, sin temerle.

Permanecemos demasiado tiempo a escondidas y luego queremos salir a la luz y engullir tanto destello microscópico como haya. Muy bien. Hemos reflejado la tormenta, una vez más sobre el espejo opuesto.

Se acumulan las solicitudes y unas cuantas cartas melancólicas, pero, inteligente y tácitamente, se diluyen a traición bajo el descuido. Entonces, no queda nada. El punto inicial se ha perdido. Demasiado sencillo es perder el origen de las cosas si le tememos tanto a darnos la vuelta un rato.

Aquello no muerde, no come. Está congelado y tieso. No exige más respuestas, mucho menos crea preguntas. No tenemos que mentirle, su permanencia es sabia. Pero muy pocas veces somos valientes y damos la vuelta. Sin embargo, perdemos la cabeza por él. Su silenciosa postura ante lo claro y sensato que suelen ser los nuevos encuentros nos aterra. El escalofrío inicial recorre el cuerpo tomándose el tiempo de sacudir el control que ligeramente se aferra a nosotros. Una de las sensaciones más excitantes que vivimos cada cierto tiempo. Las temporadas.

El pánico. El olor permanente a isla desierta y la suavidad con que puede reconocerse su procedencia, a leguas. La terrible facción del deseo y la locura que nos invade, cada vez que permanecemos demasiado tiempo a la intemperie. Bajo la luz.

Al primer recordatorio serpenteante es nuestra piel que cambia de color lentamente y volvemos a engullirnos. Somos antropófagos por medio minuto cada día. Buscamos la sombra interior, la seguimos, volvemos al punto inicial que ya no existe y partimos a un lugar distinto, creyéndonos sabios y nuevos. Más contradicciones, al son de la orilla.

Muy Amarillo.


Mil viajes.

No diré mucho por ahora.

Sólo, una cosa importante.

Winnipeg está en todos lados.

Aquellos días fui muy conciente de ello.

El régimen, ojalá lo entiendas.




Esta fue otra de las cosas que hice con las pelotitas de arena.